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Gálatas 3:5-17 Traducción en Lenguaje Actual (TLA)

5. Dios no les ha dado el Espíritu, ni ha hecho milagros entre ustedes, sólo porque ustedes obedecen la ley. ¡No! Lo hace porque ustedes aceptaron el mensaje de la buena noticia.

6. Dios aceptó a Abraham porque él confió en Dios.

7. Sepan, entonces, que los verdaderos descendientes de Abraham son todos los que confían en Dios.

8. Desde mucho antes, la Biblia decía que Dios también iba a aceptar a los que no son judíos, siempre y cuando pusieran su confianza en Jesucristo. Por eso Dios le dio a Abraham esta buena noticia: «Gracias a ti, bendeciré a todas las naciones.»

9. Así que Dios bendecirá, por medio de Abraham, a todos los que confían en él como Abraham lo hizo.

10. Pero corren un grave peligro los que buscan agradar a Dios obedeciendo la ley, porque la Biblia dice: «Maldito sea el que no obedezca todo lo que la ley ordena.»

11. Nadie puede agradar a Dios sólo obedeciendo la ley, pues la Biblia dice: «Los que Dios ha aceptado, y que confían en él, vivirán para siempre.»

12. Pero para tener vida eterna por medio de la ley no haría falta confiar en Dios; sólo habría que obedecer la ley. Por eso dice la Biblia: «El que obedece la ley se salvará por su obediencia.»

13. Pero Cristo prefirió recibir por nosotros la maldición que cae sobre el que no obedece la ley. De ese modo nos salvó. Porque la Biblia dice: «Dios maldecirá a cualquiera que muera colgado de un madero.»

14. Por eso, la bendición que Dios prometió darle a Abraham es también para los que no son judíos. Así que, si confiamos en Cristo, recibiremos el Espíritu que Dios nos ha prometido.

15. Hermanos míos, les voy a dar un ejemplo que cualquiera puede entender. Cuando una persona hace un pacto con otra, y lo firma, nadie puede anularlo ni agregarle nada.

16. Ahora bien, las promesas que Dios le hizo a Abraham eran para él y para su descendiente. La Biblia no dice que las promesas eran para «sus descendientes», sino para «su descendencia», la cual es Cristo.

17. Lo que quiero decir es esto: la promesa de Dios no puede cambiarla, ni dejarla sin valor, una ley que Dios dio cuatrocientos treinta años después.

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